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.Estas estribaciones, rayadas por el verde oscuro de unos pinos distantes, ascendían en empinados escalones hasta unos picos azulados y cubiertos de nieve que alzaban a la distancia sus bordes de sierra.El viento hablaba rudamente entre los árboles encogidos, y sus ráfagas repentinas rasgaban las hierbas.Los últimos rayos del sol encendían los picos distantes.Soledad y grandeza, las grandes extensiones de tierras calcinadas, el lago escondido, las sombras afiladas de la lejanía.Webster se acomodó en la silla, mirando los picos con los ojos entrecerrados.Una voz dijo, casi por encima de su hombro:—¿Puedo entrar? Una voz suave y sibilante, casi inhumana.Pero una voz que Webster conocía.Webster hizo un signo afirmativo.—Naturalmente, Juwain.Volvió un poco la cabeza y vio el elaborado pedestal, y sobre él, en cuclillas, la figura velluda y de dulce aspecto del marciano.Bajo el pedestal se vislumbraba confusamente un extraño mobiliario.El marciano señaló con una mano velluda la cadena de montañas.—A usted le gusta esto —dijo—.Lo entiende.Y yo entiendo que a usted le guste.Pero veo ahí más terror que belleza.Webster extendió un brazo, pero el marciano lo detuvo.—Déjelo —le pidió—.Yo no hubiese venido en esta época si no pensase que quizá un viejo amigo.—Es usted muy amable —dijo Webster—.Me alegra que haya venido.—Su padre —dijo Juwain— era un gran hombre.Recuerdo cómo me hablaba usted de él, en aquellos años que pasó usted en Marte.Dijo usted que volvería alguna vez.¿Por qué no volvió?—Este.—dijo Webster—.Nunca.—No me lo diga —rogó el marciano—.Ya lo sé.—Mi hijo —dijo Webster— saldrá para Marte dentro de poco.Quisiera que se comunicase con usted.—Será un verdadero placer —dijo Juwain—.Estaré esperándolo —se movió incómodo en el pedestal—.Quizá continúe la tradición.—No —dijo Webster—.Está estudiando ingeniería.La cirugía no le interesa.—Tiene derecho —observó el marciano— a vivir su propia vida.Y sin embargo.—Sí —continuó Webster—.Pero ya está decidido.Quizá sea un gran ingeniero.Estructura del espacio.Naves para viajar a las estrellas.—Quizá —sugirió Juwain— su familia ya ha hecho bastante por la medicina.Usted y su padre.—Y el padre de mi padre —dijo Webster.—Su libro —declaró Juwain— ha dejado a Marte en deuda con usted.Quizá se preste ahora más atención a la especialización marciana.Mi pueblo no da buenos doctores.No tiene bastante preparación.Es curioso observar de qué modos distintos trabajan las mentes de las dos razas.Es curioso que en Marte no se haya pensado nunca en la medicina.Sí, literalmente, nunca se pensó en ella.En lugar de esa ciencia se hizo un culto del fatalismo.En cambio vosotros, ya en la prehistoria, cuando los hombres vivían todavía en las cavernas.—Hay muchas cosas —dijo Webster— que ustedes pensaron y nosotros no.Cosas que ahora nos asombra haber dejado a un lado.Capacidades que ustedes desarrollaron y de las que nosotros carecemos.La especialidad de ustedes, por ejemplo, la filosofía.Tan distinta de la terrestre.Una ciencia.En cambio entre nosotros no fue más que un delirio ordenado.Ustedes desarrollaron una filosofía lógica, práctica, útil, una verdadera herramienta.Juwain comenzó a hablar, titubeó, y al fin dijo:—Creo haber llegado a algo, algo que puede ser nuevo y sorprendente.Algo que puede ser realmente útil, tanto para ustedes como para nosotros.He trabajado en esto durante años, a partir de ciertas ideas que concebí cuando llegaron los primeros terrestres.No dije nada porque no podía estar seguro.—Y ahora —dijo Webster— está seguro.—No, no del todo —dijo Juwain—.Pero casi.El hombre y el marciano callaron, observando el lago y las montañas.Vino un pájaro, y se posó en un árbol retorcido, y cantó.Unas nubes oscuras se apilaron detrás de los montes, y los picos cubiertos de nieve se alzaron como piedras esculpidas.El sol se hundió en un lago escarlata y poco después pareció convertirse en una brasa débil.Se oyó el golpe de una puerta y Webster se movió en la silla, vuelto repentinamente a la realidad y al estudio.Juwain ya no estaba.El viejo filósofo había consentido en pasar una hora de contemplación en compañía del terrestre y luego se había desvanecido.Volvió a oírse aquel golpe.Webster se inclinó hacia adelante, movió una llavecita y las montañas desaparecieron.La habitación volvió a ser una habitación.La luz crepuscular se filtraba por los altos ventanales y el fuego de la chimenea era un resplandor rosado.—Adelante —dijo Webster.Jenkins abrió la puerta.—La cena está lista, señor —dijo.—Gracias, Jenkins —dijo Webster.Se incorporó con lentitud.—Su lugar, señor —dijo Jenkins—, está ahora en la cabecera de la mesa.—Ah, sí —dijo Webster—.Gracias, Jenkins.Muchas gracias por habérmelo recordado.Webster, de pie en la ancha rampa del aeródromo, observaba aquella forma en el cielo, cada vez más pequeña, que lanzaba una llamita vacilante bajo la luz invernal.Durante varios minutos, cuando la forma ya había desaparecido, se quedó allí, aferrado a la barandilla, con los ojos fijos en el cielo.Se le movieron los labios y dijeron: —Adiós, hijo— pero no se oyó nada.Lentamente, volvió a tener conciencia del mundo de alrededor.Vio la gente que se movía por la rampa, el campo de aterrizaje que parecía extenderse interminablemente hasta el lejano horizonte salpicado aquí y allá por unas cosas con joroba: naves del espacio.Unos rápidos tractores trabajaban cerca de un hangar, quitando los últimos restos de la nevada de la noche anterior.Webster se estremeció y pensó que era raro, pues el sol del mediodía calentaba bastante.Volvió a estremecerse.Se apartó lentamente de la barandilla y se encaminó hacia el edificio de la administración.Y durante un instante sintió un temor desgarrador y repentino, un temor irracional ante aquella masa de cemento que formaba la rampa.Un temor que lo sacudió mentalmente mientras dirigía sus pasos hacia la puerta.Un hombre se acercaba a él, balanceando el portafolios que llevaba en una mano, y Webster, observándolo de reojo, deseó fervientemente que el hombre no le hablase.El hombre no le habló.Pasó a su lado lanzándole apenas una mirada y Webster se sintió aliviado.Si estuviera de vuelta en casa, se dijo Webster, habría terminado de almorzar y estaría preparándose para la siesta.En la chimenea ardería el fuego y el resplandor de las llamas se reflejaría en los morillos.Jenkins le traería una copa de licor y le diría una o dos palabras sin importancia.Apresuró el paso, ansioso por alejarse de la superficie desnuda y fría de la rampa.Curioso lo que había sentido con Thomas.Era natural, por supuesto, que no le gustase ver cómo se iba [ 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